Al comienzo de temporada, es usual revisar el calendario para conocer cuándo se juegan los partidos más interesantes, de un cierto riesgo o emoción, y los que nos afectan de forma más personal que otros. Este año, por el descenso, los partidos más atractivos son otros. En uno de ellos, marcado con círculo rojo, nace una pequeña rivalidad, más geográfica que histórica. El primero: UD Salamanca-Real Valladolid.
En la línea de salida te imaginas un futuro partido en Salamanca apasionante, con dos equipos jugándose mucho y las respectivas aficiones a sus espaldas, apoyándoles sin freno durante toda la temporada. Te imaginas la última temporada en la que subiste a primera. Y ese es el primer desengaño. Las cosas han cambiado.
En Salamanca no se respiraba derby. Puede que tal vez ese derby no exista, y sólo suene cuando los dos contendientes sobresalen en su temporada, con jugadores capaces de mostrarse como seña de identidad y técnicos con un talismán encantador de aficiones. Este 2011, el tan esperado partido ha perdido peso. Ha perdido la voz que se le presumía cuando revisábamos calendarios para echar cuentas.
Llovía suevamente y el cielo se resistía a quitarse su pijama gris. Salí de casa con una única muestra de pucelanismo visible, una bufanda morada que se dejaba ver en mi cuello. Nadie en la calle. Era demasiado pronto para un derbi. Sentía un silencio tenso, incómodo, en dirección al punto de encuentro desde el que, acompañado, iría al estadio. Como el silencio previo a un desastre. No temía, de ninguna manera, que iba a ocurrir algo grandioso pocas horas después.
Por un momento llegué a olvidar que el Real Valladolid jugaba fuera de casa. Extraña percepción. Las calles, vacías de color, dejaban ver a un reducido grupo de pucelanistas con banderas violetas. En los alrededores del estadio, dominaban el hábitat. Jugábamos en casa. Se demostraría desde el pitido de inicio.
Hasta ese inicio, no existía partido, ni tres puntos esperando a uno de los dos rivales, cada uno con metas distintas. No existió tampoco durante la semana precedente. Únicamente, desde el minuto uno hasta el noventa. Para los blanquivioletas, y los desplazados hasta Salamanca.
La afición salmantina vio desde el principio la misma imagen de un equipo impotente, desmoralizado, cuyo peor enemigo no es el árbitro, sino ellos mismos y su propia ansiedad. Cómo gestionar la ansiedad se ha convertido en la misión primordial que su técnico Pepe Murcia ha de llevar a cabo en los fundamentales partidos siguientes.
Silenciosa y gris como el propio día, la hinchada blanquinegra sólo podía sacar pañuelos blancos ante la impotencia de verse con uno menos desde muy pronto gracias a una decisión arbitral rigurosa, relevante por lo que supone jugar con uno menos, pero no decisiva. Sentía la superioridad, manifiesta por otra parte, de un rival que jugaba inusitadamente bien para hacerlo a domicilio. Como en casa. No es que tocara el cielo en la primera mitad, pero dio la mejor imagen lejos de Zorrilla en todo lo llevado de campaña.
En la segunda mitad, el Real Valladolid sacó el ticket de la confianza y júbilo para todos aquellos seguidores que veían, con la boca abierta, como anotaban cinco goles.
Económicamente, cada tanto valía cinco euros. Entrada rentabilizada. Anímicamente, puede que valgan mucho más, pues supone algo más que una victoria. Significa seguir enganchados por los playoffs. Significa olvidar el descenso definitivamente. También ganar fuera, y hacerlo con contundencia, a base de goles. Y por último, derrotar a un rival necesitado, emplazado en la agenda de partidos llamados “alto riesgo” del Real Valladolid. Circunstancias, todas ellas, que van devolviendo la esperanza olvidada a un grupo de aficionados mayor en cada semana que pasa.
Para todos los hinchas visitantes, el partido fue un regalo, una alegría entre la incertidumbre crónica que están padeciendo. Tal vez se haya encontrado el remedio para terminar de aniquilar dicha inseguridad permanente. El mes de abril lo pone a prueba con los partidos ante Rayo Vallecano, Celta de Vigo, Xerez y Cartagena. Citas encargadas de poner nombre a las aspiraciones de un equipo cuyo engranaje funciona, después de pruebas fracasadas. Y que nos dejó sin voz, de tanto gritar.
En la línea de salida te imaginas un futuro partido en Salamanca apasionante, con dos equipos jugándose mucho y las respectivas aficiones a sus espaldas, apoyándoles sin freno durante toda la temporada. Te imaginas la última temporada en la que subiste a primera. Y ese es el primer desengaño. Las cosas han cambiado.
En Salamanca no se respiraba derby. Puede que tal vez ese derby no exista, y sólo suene cuando los dos contendientes sobresalen en su temporada, con jugadores capaces de mostrarse como seña de identidad y técnicos con un talismán encantador de aficiones. Este 2011, el tan esperado partido ha perdido peso. Ha perdido la voz que se le presumía cuando revisábamos calendarios para echar cuentas.
Llovía suevamente y el cielo se resistía a quitarse su pijama gris. Salí de casa con una única muestra de pucelanismo visible, una bufanda morada que se dejaba ver en mi cuello. Nadie en la calle. Era demasiado pronto para un derbi. Sentía un silencio tenso, incómodo, en dirección al punto de encuentro desde el que, acompañado, iría al estadio. Como el silencio previo a un desastre. No temía, de ninguna manera, que iba a ocurrir algo grandioso pocas horas después.
Por un momento llegué a olvidar que el Real Valladolid jugaba fuera de casa. Extraña percepción. Las calles, vacías de color, dejaban ver a un reducido grupo de pucelanistas con banderas violetas. En los alrededores del estadio, dominaban el hábitat. Jugábamos en casa. Se demostraría desde el pitido de inicio.
Hasta ese inicio, no existía partido, ni tres puntos esperando a uno de los dos rivales, cada uno con metas distintas. No existió tampoco durante la semana precedente. Únicamente, desde el minuto uno hasta el noventa. Para los blanquivioletas, y los desplazados hasta Salamanca.
La afición salmantina vio desde el principio la misma imagen de un equipo impotente, desmoralizado, cuyo peor enemigo no es el árbitro, sino ellos mismos y su propia ansiedad. Cómo gestionar la ansiedad se ha convertido en la misión primordial que su técnico Pepe Murcia ha de llevar a cabo en los fundamentales partidos siguientes.
Silenciosa y gris como el propio día, la hinchada blanquinegra sólo podía sacar pañuelos blancos ante la impotencia de verse con uno menos desde muy pronto gracias a una decisión arbitral rigurosa, relevante por lo que supone jugar con uno menos, pero no decisiva. Sentía la superioridad, manifiesta por otra parte, de un rival que jugaba inusitadamente bien para hacerlo a domicilio. Como en casa. No es que tocara el cielo en la primera mitad, pero dio la mejor imagen lejos de Zorrilla en todo lo llevado de campaña.
En la segunda mitad, el Real Valladolid sacó el ticket de la confianza y júbilo para todos aquellos seguidores que veían, con la boca abierta, como anotaban cinco goles.
Económicamente, cada tanto valía cinco euros. Entrada rentabilizada. Anímicamente, puede que valgan mucho más, pues supone algo más que una victoria. Significa seguir enganchados por los playoffs. Significa olvidar el descenso definitivamente. También ganar fuera, y hacerlo con contundencia, a base de goles. Y por último, derrotar a un rival necesitado, emplazado en la agenda de partidos llamados “alto riesgo” del Real Valladolid. Circunstancias, todas ellas, que van devolviendo la esperanza olvidada a un grupo de aficionados mayor en cada semana que pasa.
Para todos los hinchas visitantes, el partido fue un regalo, una alegría entre la incertidumbre crónica que están padeciendo. Tal vez se haya encontrado el remedio para terminar de aniquilar dicha inseguridad permanente. El mes de abril lo pone a prueba con los partidos ante Rayo Vallecano, Celta de Vigo, Xerez y Cartagena. Citas encargadas de poner nombre a las aspiraciones de un equipo cuyo engranaje funciona, después de pruebas fracasadas. Y que nos dejó sin voz, de tanto gritar.
el que salta me recuerda a Bernardo xDDD
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