Cuando era más pequeño, me empezó a enganchar el fútbol desde una visión muy idealista. Esta visión, con el paso de los años, ha degenerado en un realismo del que intento huir. Me escudo en grandes futbolistas, técnicamente superiores, diferentes, cuyo fútbol lleva cosida una etiqueta de arte. Que hacen del fútbol ese arte. Eso sí, no los tomo como un ejemplo a seguir. Sólo como grupo.
Curiosa paradoja. Cuando dejo de creer en el fútbol como aquel deporte practicado desde la calle, inventado para magos que aparecen muy de vez en cuando y que desde pequeños se ven superiores al resto de compañeros de cancha, mi enfoque se centra en el futbolista como ente individual. Que busca su mejor actuación. Pero no lo tomo como un ejemplo de vida, ni de superación. Para ello, voy al grupo, al resultante de la unión y cooperación de esas personas, en busca del bien común, tanto para ellos como unidad, como para ellos en colectivo, equipo. Y lo que es más importante, para ellos como grupo unido a la afición. Jugadores, equipo, afición, como uno solo.
Este concepto me atrajo cuando yo prefería tirar a canasta para encestar, o asistir a mi compañero en el poste bajo. Realmente, hablamos de lo mismo. Pasamos del bien propio a un bien aglutinante de intenciones que convergen en una sola: ganar para conseguir la meta, y a poder ser, hacerlo disfrutando. Eso es fascinante. Por lo que significa, y también por la dificultad de verlo en un terreno de juego. Con el paso de los años, me he dado cuenta de que esa cara del deporte que me enamoró, tiene maquillaje de más.
A veces se disfraza de metáfora de vida. Como aquella persona que en su inocencia no se maquilla porque no necesita esconder nada, ni tampoco buscar la atención de los demás, ni sentirse bien consigo misma, ya que es feliz así. El ingenuo y tierno joven, cuya mayor diversión es el fútbol, representa la esencia de este deporte. No necesita escudos. No requiere de capas mágicas. Pero el negocio lo envuelve si llega, y lo obliga a dejar la infancia para aliarse con el lado egoísta de la profesión, cuyo interés individual entorpece al colectivo. Cada vez más.
Entonces, la ilusión se apaga lentamente, ya que voy abriendo los ojos y dándome cuenta de que la realidad de este mundo resulta ser una mentira. O al menos eso pienso. Hasta que llega un equipo de fútbol, con una afición detrás, y un camino deportivo por encima del económico voraz, responsable de torcer a tantos inocentes críos llenos de ilusión y patadas a un balón en las calles de cualquier lugar del mundo.
Ese equipo demuestra estar por encima de la cara amarga del deporte hecho profesión, saca el honor de donde puede y demuestra que el fútbol, como esa figura de la vida que en ocasiones puede ser, no ha dejado de existir. Y te empata el partido en un suspiro final, pero no te vas afligido ni entristecido a casa. Abandonas sonriente el estadio, porque sabes que el fútbol verdadero, con el que se disfruta, se gana, y se vive, sigue ahí; aunque, escondido, ya no aparece tanto como antes, cuando la inocencia y el balón eran íntimos amigos.
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