El tiempo no espera absolutamente a nadie. Pero invita a todos a acompañarlo. El tiempo te ofrece posibilidades, te ofrece acontecimientos. O los tomas y aprovechas, o no suceden. El tiempo pasa y enseña a las personas a merecer ser llamadas así. Es como un padre o una madre que ofrece su sabiduría, para más tarde alejarse de ti y ofrecerte el timón para navegar entre las agujas, ahora digitales, de un reloj cualquiera. Es el ojo que, realmente, todo lo ve. El espectador de tu película, la cual termina cuando el reloj se escacharra. Al menos se termina en esta dimensión.
A mí el tiempo, como legendario sabio, me ha enseñado a saber mirar, a saber utilizar la perspectiva idónea para cada momento. A indagar, a separar lo importante de lo accesorio. A querer saber –que no saber- aprovecharlo al máximo. A hacer lo que quiero lo primero, y lo que menos quiero, después.
Precisamente, en este período a caballo entre el 2009 y el 2010, he realizado un curso intensivo con él, con el sabio. En las primeras lecciones, yo aún me sentía muy poco, digamos, en forma. Lecciones de amor. Podemos decir que el curso iba relacionado con este aspecto. Me entraban escalofríos, aunque sabía que era la asignatura troncal más dura y que más esfuerzo requería, por ello decidí apuntarme a los cursos que ofrecía el señor tiempo.
-Pero tiempo, ¿dónde me estás metiendo? Voy a suspenderlo, llevo unos cuantos cursos atrasado, y no sabré aplicar los términos en cada caso práctico. Me va a costar horrores, profesor.
-Tú simplemente escúchame, y copia todo lo que te vaya diciendo, sin preocuparte por qué escribes o dejas de escribir.
Así pues, intenté hacerle caso. Mi problema surgió en que, cuando veía un hueco libre, me escabullía e intentaba adelantarme a las lecciones que me iba enseñando. En ocasiones, incluso me las daba de listo y terminaba errando, con equívocos que me costaron malas calificaciones. El tiempo era un duro profesor.
Pero las lecciones seguían rellenando las hojas y yo, sorprendentemente, terminaba entendiendo qué me pretendía decir en cada frase, en cada párrafo que escribía de la boca del profesor. Se repetía bastante, para qué engañarnos, con consignas varias, que terminaban por fijarse en mi cabeza. “Aprovecha mis clases”,”Haz caso a todo lo que te digo”. “Cada instante es único e irrepetible, no alejes tu cabeza hacía algo que no sea la imagen que estés observando en ese momento”. “Si desvías tu cabeza, los pelos de tu piel dejarán de erizarse cuando deberían permanecer totalmente tiesos”.
En las primeras clases, como decía, me costaba mucho seguir alguna de esas premisas. Mi mente daba vueltas, algo oscuro me hacía estremecer y segregaba un sudor muy molesto que me agobiaba demasiado. Por tanto, en cada instante los pelos de mis brazos no se erguían como deberían por estar viviendo con la mayor de las suertes y fortunas, aunque a algunos kilómetros de distancia.
En las lecciones posteriores un cambio empezó a notarse dentro de la caverna de locuras que forma mi cerebro, y lo que hay dentro. (Qué daño hace querer todo tan pronto, en lugar de vivir cada momento, y qué complicado es hacer esto último). Estudiaba diariamente para aplicar lo que iba escribiendo del profesor tiempo: “Es importante que sepas distinguir entre diferentes actos”.”Algunos de ellos, aunque tengan el mismo nombre, tienen un fondo desigual”.”Los besos son genéricamente llamados de la misma forma, pero lo que llevan es totalmente dispar en cada caso, en cada momento”,”Los pensamientos actúan de igual modo que los besos, así como los sueños y las palabras”. “Cada situación es distinta aunque erróneamente pueda tener el mismo nombre propio”. Esta última enseñanza me costó discusiones acaloradas con mi maestro, quien en algún momento tuvo que cerrarme el cuaderno de notas para que reflexionara.
También tuve confrontaciones que dieron lugar a una sensación llamada algo así como añoranza, o melancolía. Me asustaban esos enfrentamientos porque me dejaban, siempre, con ese sentimiento dentro de mí que no se iba en ningún momento. De hecho, desde el principio se ha mantenido intacto y ahí sigue, como inyectándome una paradójica energía para continuar con el aprendizaje que me brinda el mejor maestro que he tenido.
Ha pasado un año desde que comencé con ese intenso curso que, ahora que le cogí el gusto, no quiero terminar. Ah, por cierto, lo aprobé, aunque con unas notas mejores que otras.
Atte: Seattle23.
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