jueves, 8 de julio de 2010

Recobrando la infancia


Cuando uno es pequeño todo lo magnifica. Muchas cosas se mitifican y se idolatran, se adoran. Para un niño, cada acontecimiento es algo grandioso que provoca cosquilleos en el interior del cuerpo. Los Reyes Magos son esperados muchas semanas antes con nervios e ilusión, con un brillo especial en los ojos. Los cumpleaños son pensados y soñados incluso meses antes, y el almanaque particular ve restar los días para el deseado momento. Una ilusión, que con el paso del tiempo, disminuye. Desciende, pero un pequeño resquicio de ella se mantiene escondida detrás del corredor de la muerte de la infancia. Y de vez en cuando suele salir a la luz, en instantes que nos devuelven a la infancia más sonreída. Momentos en los que esas mariposas que parecían huídas vuelven a sobrevolar nuestros estómagos. En efecto, como si fuéramos niños.

Ayer viví algo parecido. Conduje, y todos los ciudadanos españoles adictos a La Furia, la máquina del tiempo que nos llevaba a un pasado de idealizaciones caducas. O eso creía hasta el momento del pitido final. Cuando descubrí que, lejos de lo que hasta ahora pensaba, existen algunas de aquellas idealizaciones perennes, que se mantienen indemnes en el tiempo, aunque lo vivan silenciosas. El 7 de julio del 2010 será recordado por mí como el día en que vi una historia que perduraría en el tiempo. Una historia de grandes logros en el fútbol español, una novela de amor con un final feliz, pase lo que pase en la finalísima. Un pequeño relato de sonrisas y gritos, de vuelta a los nervios, de pasiones descontroladas, de sentimientos ocultos que esperaban a ser escuchados por todos.

Un grupo de jugadores anoche hizo historia. Finiquitó esa novela junto con todos los que hemos tenido la posibilidad de vivir ese instante. Durante 94 minutos olvidamos lo podrido del fútbol moderno, aquel fútbol manejado por analfabetos del deporte y retornó el ánimo e ilusión que éste genera. Por un momento vimos el fútbol como algo real que nos provocaba una reacción innegable, alejada de todo escepticismo. El pitido final supuso la confirmación de que aquello que estábamos viviendo todos los aficionados estaba ocurriendo efectivamente. Que detrás de ello no existía una mentira que, a todas luces, encontramos en los clubes de fútbol, y por supuesto de otros deportes. Lo vivido en la semifinal más disfrutada por todos los españoles y aficionados al fútbol que hayan seguido el mundial, significaba la consecuencia del buen juego, mejorado partido tras partido; de la unión entre los futbolistas y todos los que los rodeaban dentro del grupo; del conocimiento y la experiencia en las competiciones europeas y ligueras disputadas por los jugadores de la selección; del apoyo a los que no se encuentran de una forma evidente en los planes del seleccionador para disputar minutos, para que continúen identificados con el conjunto; de las ganas de ganar. Y en este mundial lo tenemos más cerca que nunca.

Dudo que se hayan alineado los planetas junto con el adivino pulpo Paul para que el conjunto español llegara por primera vez en la historia futbolística a una final mundialista, pero lo que sí he comprobado es que se han alineado los mejores en cada partido para subir los escalones que nos llevan al cetro mundial. Ahora nos queda el último, Holanda. Juegue quien juegue serán los mejores para el sobresaliente partido que nos espera. Ahora, nos queda disfrutar de esa novela cuyo capítulo final está a punto de escribirse. Preparemos la pluma, y retornemos, de nuevo, a esa infancia de ilusiones recobradas.

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