"Se enamoró del deporte como fuente de momentos inolvidables y como metáfora de la vida".
martes, 13 de julio de 2010
CAMPEONES DEL MUNDO.
Coloco el capuchón sobre la punta de la pluma y la introduzco en mi bote de bolígrafos, lapiceros, subrayadores, tijeras y demás bártulos de escritorio. De fondo, desde la calle, puedo escuchar un “yo soy español, español, español”. Yo lo llevo siendo desde que nací pero, en un día como el domingo, afloraba aún más ese sentimiento de identidad. Una sensación que, con el fútbol, se acrecienta más que en cualquier otro ámbito.
El fútbol, el mundial, la victoria, la selección, la entrega, la competición, las ganas de triunfar, el objetivo cumplido, la meta sobrepasada siendo el primero, la medalla de oro; la pequeña dorada copa del mundo que significa un lugar en la historia del deporte. Que significa una estrella en la camiseta. Encima del escudo. Todos estos términos son causas y consecuencias que se funden enaquella alcoba del éxito situada en lo más alto, donde sólo unos pocos pueden llegar. Es el único lugar del universo en el que se pueden atrapar las estrellas y sellarlas en la banda izquierda del pecho del vencedor. Cómo suena, qué bien sienta poder decirlo.
Y en la final del campeonato mundial España llegó hasta allí. Hizo uso de la famosa frase de que las finales no se juegan, sino que se ganan y, haciendo alarde de inteligencia, se agenció el mensaje y lo llevo a la práctica. Y lo consiguió. Pese a la dureza de una Holanda que basó su juego en, precisamente, frenarlo, con continuas entradas durísimas. De Jong había sido poseído por una mezcla entre Chuck Norris, Van Damme y Bruce Lee. Las únicas luces que se resisteron a fundirse en el combinado holandés fueron Robben y Sneijder. Los de casi siempre. El primero fue quien más peligro creó en la meta de Casillas y quien pudo haber cambiado ese último capítulo de la novela más feliz. Pero no fue así. Porque allí estaba el ‘Santo enamorado’ que, con una magistral parada, terminó derrotando en el uno contra uno a Arjen. La Furia caminaba por delante, y jugaba sabiendo que debía ser campeona.
Y si he de decir héroe, término utilizadísimo en la jerga deportiva, que sea Iniesta. Humildad y honestidad, y calidad, y técnica, y regate, y visión… y gol. Y el mejor gol, en el mejor momento. Justo cuando comenzaba a percibir los temidos penaltis, con un hedor cada vez más fuerte. No lo quería pensar. Me temblaban las manos tan sólo de imaginármelo. Bueno, de hecho, me temblaron durante todo el partido.
Y es que hacía tiempo que no sentía unos nervios tan profundos por el fútbol. Ni con esa pareja mía, llamada Real Valladolid, que este año se fue con otro, con la segunda división, y me provocó un auténtico ataque de cuernos. Me decepcionó, y tardé tiempo en volverme, digamos, a enamorar. Pero por fin esa sensación volvió. Esos nervios que me recuerdan que aún siento por el deporte, y por el fútbol, como hobby preferido para mí, y para el país entero. Como el entretenimiento que más me hace disfrutar, aunque en ocasiones peque de masoquista. Y como el recién enamorado, volvemos a ilusionaros con algo, con este equipo que ha conseguido algo complicadísimo: vencer en la Eurocopa y en el Mundial de forma consecutiva. Preguntad a Zizou si sabe qué se siente consiguiendo tal hito.
Ahora, España, con su estrella dorada en lo más alto del escudo, se ha convertido en una de esas celebridades que siempre serán invitadas a las mejores fiestas, aunque no sólo por su cara bonita. Ella tiene algo más que una gran sonrisa y una espléndida presencia. No se cuela por su descaro, sino porque se lo merece. Porque es campeona del mundo.
Es gratificante poder vivir estos momentos, es genialmente enriquecedor. Algo tan sencillo como un deporte puede conseguir hacer feliz a tanta gente. Algo tan sencillo como un gol. Gracias, campeones.
En este momento, después de guardar la pluma ya casi gastada en el bote de bolígrafos, me enfundo mi camiseta de Fábregas y marcho a celebrarlo, hasta que el cuerpo diga basta.
jueves, 8 de julio de 2010
Recobrando la infancia
Cuando uno es pequeño todo lo magnifica. Muchas cosas se mitifican y se idolatran, se adoran. Para un niño, cada acontecimiento es algo grandioso que provoca cosquilleos en el interior del cuerpo. Los Reyes Magos son esperados muchas semanas antes con nervios e ilusión, con un brillo especial en los ojos. Los cumpleaños son pensados y soñados incluso meses antes, y el almanaque particular ve restar los días para el deseado momento. Una ilusión, que con el paso del tiempo, disminuye. Desciende, pero un pequeño resquicio de ella se mantiene escondida detrás del corredor de la muerte de la infancia. Y de vez en cuando suele salir a la luz, en instantes que nos devuelven a la infancia más sonreída. Momentos en los que esas mariposas que parecían huídas vuelven a sobrevolar nuestros estómagos. En efecto, como si fuéramos niños.
Ayer viví algo parecido. Conduje, y todos los ciudadanos españoles adictos a La Furia, la máquina del tiempo que nos llevaba a un pasado de idealizaciones caducas. O eso creía hasta el momento del pitido final. Cuando descubrí que, lejos de lo que hasta ahora pensaba, existen algunas de aquellas idealizaciones perennes, que se mantienen indemnes en el tiempo, aunque lo vivan silenciosas. El 7 de julio del 2010 será recordado por mí como el día en que vi una historia que perduraría en el tiempo. Una historia de grandes logros en el fútbol español, una novela de amor con un final feliz, pase lo que pase en la finalísima. Un pequeño relato de sonrisas y gritos, de vuelta a los nervios, de pasiones descontroladas, de sentimientos ocultos que esperaban a ser escuchados por todos.
Un grupo de jugadores anoche hizo historia. Finiquitó esa novela junto con todos los que hemos tenido la posibilidad de vivir ese instante. Durante 94 minutos olvidamos lo podrido del fútbol moderno, aquel fútbol manejado por analfabetos del deporte y retornó el ánimo e ilusión que éste genera. Por un momento vimos el fútbol como algo real que nos provocaba una reacción innegable, alejada de todo escepticismo. El pitido final supuso la confirmación de que aquello que estábamos viviendo todos los aficionados estaba ocurriendo efectivamente. Que detrás de ello no existía una mentira que, a todas luces, encontramos en los clubes de fútbol, y por supuesto de otros deportes. Lo vivido en la semifinal más disfrutada por todos los españoles y aficionados al fútbol que hayan seguido el mundial, significaba la consecuencia del buen juego, mejorado partido tras partido; de la unión entre los futbolistas y todos los que los rodeaban dentro del grupo; del conocimiento y la experiencia en las competiciones europeas y ligueras disputadas por los jugadores de la selección; del apoyo a los que no se encuentran de una forma evidente en los planes del seleccionador para disputar minutos, para que continúen identificados con el conjunto; de las ganas de ganar. Y en este mundial lo tenemos más cerca que nunca.
Dudo que se hayan alineado los planetas junto con el adivino pulpo Paul para que el conjunto español llegara por primera vez en la historia futbolística a una final mundialista, pero lo que sí he comprobado es que se han alineado los mejores en cada partido para subir los escalones que nos llevan al cetro mundial. Ahora nos queda el último, Holanda. Juegue quien juegue serán los mejores para el sobresaliente partido que nos espera. Ahora, nos queda disfrutar de esa novela cuyo capítulo final está a punto de escribirse. Preparemos la pluma, y retornemos, de nuevo, a esa infancia de ilusiones recobradas.
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